Una noción muy extendida acerca de estos dos términos, el amor y el matrimonio, sostiene una aproximación tan significativa que bien pudieran presentarse casi como sinónimos, como elementos hermanados que se dirigen en la misma dirección, ya que, además, ambos parecen brotar o aparecer desde las mismas motivaciones para colmar idénticas necesidades humanas.
Pero como sucede en infinidad de ocasiones, muchas creencias populares sólo se mantienen a través de hacer constar la presencia de un mito, independientemente de que estemos ante una superstición o ante un clamor de muchos ciudadanos.
El matrimonio es una institución social, y nada tiene en común con el amor, nada, excepto el antagonismo en el que ambos puedan verse inmersos. Ello no elimina la posibilidad, claro está, de que existan parejas que hayan accedido a dicha unión impregnados por la esencia del amor. Pero, la justificación de la celebración de dicha convención responde a una especie de impuesto que se paga al cercano círculo social que rodea a aquellos que acceden a formalizar dicho encuentro. Por lo tanto, sin negar que algunos matrimonios estén basados en el amor, y que este pueda también perdurar mientras estén casados, hemos de matizar que lo mismo puede suceder sin que nos sometamos a la práctica de ese acuerdo o pacto social.
Por otra parte, no parece sostenerse la hipótesis de que el amor pueda ser fruto del matrimonio. Es un hecho extraño que el proceso del enamoramiento se produzca una vez que la pareja haya contraído matrimonio. Más bien, lo que se produce no es sino una especie de acomodación a una nueva etapa que, poco a poco, va minando le espontaneidad que caracteriza al sentimiento amoroso.
El matrimonio es un arreglo económico en el que se ponen de manifiesto las cláusulas de un “seguro de vida” que, además, perdurará hasta la muerte de una de las dos partes.
El amor va unido al proceso de cambio social. ¿Por qué se enamoran y se casan las personas?. La respuesta parece obvia a primera vista. Parece del todo natural que una pareja que se enamora desee formar un hogar, y que busquen su realización personal y sexual en su relación. Sin embargo, este punto de vista, que parece ser evidente de por sí, es de hecho bastante raro. La idea del amor romántico no se extendió en occidente hasta fecha bastante reciente, y no ha existido jamás en la mayoría de las otras culturas. Sólo en los tiempos modernos el amor, el matrimonio, y la sexualidad se han considerado íntimamente ligados entre sí. En la Edad Media, y durante siglos después de ella, las personas se casaban para perpetuar la posesión de un título o de una propiedad en manos de la familia, o para tener hijos que trabajaran en la granja familiar. Existían relaciones sexuales fuera del matrimonio, pero en estas no intervenían demasiado los sentimientos que asociamos con el amor, tal y como hoy lo entendemos.
Pero como sucede en infinidad de ocasiones, muchas creencias populares sólo se mantienen a través de hacer constar la presencia de un mito, independientemente de que estemos ante una superstición o ante un clamor de muchos ciudadanos.
El matrimonio es una institución social, y nada tiene en común con el amor, nada, excepto el antagonismo en el que ambos puedan verse inmersos. Ello no elimina la posibilidad, claro está, de que existan parejas que hayan accedido a dicha unión impregnados por la esencia del amor. Pero, la justificación de la celebración de dicha convención responde a una especie de impuesto que se paga al cercano círculo social que rodea a aquellos que acceden a formalizar dicho encuentro. Por lo tanto, sin negar que algunos matrimonios estén basados en el amor, y que este pueda también perdurar mientras estén casados, hemos de matizar que lo mismo puede suceder sin que nos sometamos a la práctica de ese acuerdo o pacto social.
Por otra parte, no parece sostenerse la hipótesis de que el amor pueda ser fruto del matrimonio. Es un hecho extraño que el proceso del enamoramiento se produzca una vez que la pareja haya contraído matrimonio. Más bien, lo que se produce no es sino una especie de acomodación a una nueva etapa que, poco a poco, va minando le espontaneidad que caracteriza al sentimiento amoroso.
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